Su mente divagaba sin cesar, y si las ideas pudieran
verse, seguro el cuarto semejaría un gran acuario a rebosar de ellas, mientras
él flotaría intoxicado; y era que simplemente cada una resultaba ser más
sediciosa que al anterior, parida entre el máximo dolor y destilando el fétido
aroma que deja las ansias tibias de venganza.
Pero esa era su forma de
purgarse de todo sentimiento que ahora le quemaba las venas, hirvientes
riachuelos que le corrían esa noche los rincones de su cuerpo agotado, dejando
a su paso una fiebre nunca sentida. Llegaría a ser tanto el calor que aquella
noche, de repente, su cuerpo se apagó y quedo de bruces sobre el escritorio del
estudio.
A la mañana siguiente, con
la cabeza lo suficientemente fría, el profesor logro arropar aquel dolor en lo
más profundo de su ser y decidió continuar: y así, durante semanas y meses lo
vimos pasar por los pasillos de la universidad o sentado en los cafés, en
interminables charlas filosóficas con sus estudiantes y colegas, sonriendo,
cantando, bailando y hasta acompañado. A los ojos de los incautos solo era otro
hombre más que se había liberado por azar, y en desfortuna, de la mujer que lo
poseía; “quizás hasta gracias le daba a aquel pobre diablo que la mato” decían
algunos...
Pero yo, yo que siempre lo
acompañé en cada momento de su vida, yo que lo vi cargar entre sus brazos a la
mujer amada para mostrarle las maravillas de las aves y soportar su cabeza en
los momentos difíciles; yo que lo vi, mientras la incineraban, ardiendo de
furia y en silencio con tanto ahínco, que bien podían habérsela puesto entre
los brazos para que fueran ellos que la abrasaran; yo que lo recogí del suelo
cuando sus fuerzas no le dieron más, yo sabía que algo iba a ocurrir.
– Por eso, Martina, por
eso hoy estoy aquí, sé que cuando encuentre lo que estoy buscando será
demasiado tarde, pero debo encontrarlo.
Paro de hablar y con el
brazo movió sutilmente a la empleada del servicio, mientras ingresaba al
apartamento.
Como siempre se encontraba
pulcro, bien ordenado, y sin duda Martina era la ejecutora ideal, pues había
compartido años con ellos. Mientras admiraba tal orden, detallaba cada uno de
los rincones, las paredes, los escritorios, mezas armarios, bibliotecas;
lugares que por años había visto recurrentemente, pero nada le era extraño.
En casi dos años como
investigador forense, acostumbrado a analizar cada detalle, había aprendido a
encontrar todos eso elementos fuera de lo normal en los recintos ajenos a su
vida ¿Cómo sería posible que, en la casa de su mejor amigo, donde paso tantas
tardes y noches, no podría hallar lo que buscaba?
Finalmente, y ya
desesperado, se dejó caer sobre la vieja silla de cuero en el estudio, donde
siempre reposaba cuando tenían aquellas charlas cómplices con el profe...
– ¡Mierda!
Grito desesperado
– ¿Dónde putas lo pusiste?
Sé que lo escribiste, sé que lo hiciste...
El tiempo se acortaba, si
todo ocurría como él lo pensaba, en menos de una hora el apartamento estaría
plagado de policías inspeccionándolo todo y no deberían encontrarlo a él ahí.
En ese momento, mientras
con desespero tomaba su cabeza con las manos y la inclinaba hacia atrás, lo
vio... Había estado ahí todos estos meses; ahí, colgado en el corcho del
tablero, sujeto por cuatro tachuelas de colores. Siempre se preguntó ¿por qué
la pintura? ¿Por qué un dibujo? Se acercó a detallarlo por primera vez en
meses.
Era un dibujo tribal, con
infinidad de motivos que, a vista de pájaro, solo eran manchas sin sentido,
pero su vista no era de turpial, era de halcón. Había estado buscando el diario
de él o de ella, suponiendo que todo lo había escrito, pero no. Era una simple
hoja con minúsculas letras formando sinogramas chinos; si, como los que ella le
solía reglar después de salir de su clase de mandarín; decía te amo.
Tomo la lupa que guardaba
el profe en su escritorio y comenzó a detallar cada letra, era un listado, uno
que mencionaba nombres de los colaboradores pagos y voluntarios que le habían
ayudado a evadir la justicia al asesino de ella, eran sus nombres, ocupaciones
y una palabra frente a cada cual: Arturo Estupiñan – Resbalar; Sandra Sánchez –
Dormir; Ricardo Gutiérrez – Conducir... Y así iban 14 nombres escondidos entre
aquellos trazos. El último era Carlos Pérez Monsalve, el irresponsable asesino,
y su nombre formaba tres puntos suspensivos que daban paso a un: Puente.
No espero más, tomo la
hoja del tablero y la doblo lo más posible, en su lugar puso otra que reposaba
sobre el escritorio, unos apuntes de clase, al parecer; le dio otro repaso a la
habitación y llamo a Martina.
– Martina, toma este
dinero y ve al supermercado a comprar lo que creas que hace falta, yo te arrimo
hasta ahí y después tomas un taxi de vuelta
– Ok señor, pero ¿pasa
algo?
– Tranquila mujer, tú solo
ve por las cosas y tomate todo el tiempo que quieras.
Salieron del apartamento y
la dejo en el supermercado, tras lo cual se dirigió a la zona industrial. Al
llegar a un lote donde se solían tirar chatarra y basuras, busco una lata, un
par de cartones viejos y roció todo con la colonia que solía cargar en el
carro, saco un cigarrillo y su cipo, abrió la hoja y dándole un último vistazo,
le prendió fuego mientras a la vez lo hacía con su cigarrillo...
– ¡Ah condenado! Solo
espero que todo lo hayas hecho también como sin pensarlo te lo fui enseñando
todas estas tardes.
Ardes.