Soy testigo del pecado de mis besos perdidos, ocultos bajo las sombras de una piel perpleja que se estremece a su paso, mientras los cobija bajo sus pechos. Besos caminantes y errantes sobre la bastedad de una piel tan fértil, aunque hoy tan desierta. Y no tan preocupante es este pecado como si mi indiferencia, mi permisivo actuar, que tan solo los deja pasar sin reproche, tal vez porque en este silencio cómplice es un anhelo febril que se engendra en lo visceral de mis pasiones.
Soy testigo también de esa mirada brillante de una
mujer distante, que se relaja entre las yemas de mis dedos; ojos implacables,
que serían capaces de desnudar aquel pedazo de alma que aun dormita en el
invierno. He pasado de ser una amalgama de alegrías despreocupadas a una cobija
de pasiones condicionadas, con el paso de un compás, al solo contacto de su
aliento sediento, al minúsculo tacto de su cabello.
Y se descompone el corazón en un desafinado latir, al
encontrar su espalda desnuda, la claridad de sus deseos ya rendidos al momento,
la calidez de su vientre estremeciéndose al paso de esos besos. Y tal vez, en
medio de todo, esos besos no son perdidos, tal vez son un pelotón
estratégicamente comisionado a conquistar, en la madrugada, este campo ajeno y
próspero, una misión suicida y secreta a espalda de mi conciencia.
¿Cómo terminará este vendaval de ansias? Tal vez solo
resta esperar no perder el rostro contra un acantilado colmado de filosos
motivos, de ausencias y escarpados rencores y sinsabores. Muerdo lentamente sus
labios y me doy por enterado que he perdido ya mi rostro en aquel acantilado,
azotado por la marea lunar que empuja sin reparo. Tomo su cuerpo y resisto la
embestida de la conciencia, de la suya y de la mía. Dejo que el cóncavo y
convexo de nuestra materia se encajen, poniendo toda la atención hasta en el
más mínimo roce de piel, la menor estimulación que se provoque… He hallado mis
besos y he decidido seguirlos en su camino, a conquistar sus cumbres, a
descender a su interior, a reclamar en este sueño ese cuerpo que también
intenta reclamar mi carne.
Susurro a su costado, ya no hay aliento para más, lo
hemos consumido todo. Parto, pero dejo mis besos revoloteando a su alrededor,
al final de cuentas ella me dejó su aroma haciendo lo mismo.
Esos besos perdidos que se marchan a su antojo, que
se van rompiendo las olas, ahora tiene compás de tambora y melodía de mar.
Ahora no se si volver a rescatarlos de sus pecados, mientas encuentro una mejor
excusa para quedarme un poco más allá, sobre su pecho palpitante. Ahora no se
si quiero volver acá, a la impaciente sed que deja abandonar su piel…
Henry. Ardes.