sábado, noviembre 02, 2019

AnMGu


La profunda sonrisa que tus labios enmarca, jamás la consentí ver oculta, ni ausente; la sola idea restaba la magia de las mañanas. Era radiante todo espacio que con ella llenabas, era contagiosa, y estoy seguro que, para los escogidos, era intoxicaste.

Yo que alguna mañana, embebido en el paraíso canela de tu piel y esa misma sonrisa que tanto admire, atrevidamente diagrame un viaje por tu superficie, haciéndome de explorador aventurero, hoy casi desfallezco al leer esa insólita sentencia. Pues estoy seguro tras tan arduo trajinar en mi mente, que aún hoy, años después de mi aventura letrada, si bien figura el cauce casi extinto de tu corazón, existen gigantescos acuíferos que nutren desde adentro los más hermosos territorios de tu ser, hidratan tu sonrisa y hacen brillar tus ojos como aquella vez, que incauta, fuiste objeto y sujeto de mi inspiración.

Así que por más que te haya azotado el más intenso y despiadado verano, apuesto cada una de mis letras y pecados, a que, bajo aquel rincón perfecto de tu pecho, aún hay un manantial capaz de hacer florecer el bello paisaje que enmarcan tus labios.


Henry. Ardes.

miércoles, octubre 09, 2019

Historia a trinos

Había una vez un ermitaño que vivía en lo alto de una montaña, rodeado de la naturaleza y los animales salvajes. Un día miró alrededor y decidió bajar a la ciudad.

Por el camino fue pensando en lo que podría encontrar allá y en sobre qué hablaría con las personas.

A medida que se acercaba, recordó cuando era joven y se enamoró de una hermosa niña de la ciudad, también, cómo fue rechazado aquella vez. Pero no sintió rabia, sino la gran expectativa de que el caprichoso destino la volviera a poner en su camino.

A la vez, aquella niña que ya era una mujer, recordó los hermosos ojos de color azul del mar, infinitos y gigantes, de aquel joven que la había pretendido hacía tantos años. Y sintió ganas de quedarse allí contemplando la inmensidad y el atardecer.

Al llegar el ocaso, se encontró con que él estaba a su lado, contemplándola, mientras ella estaba encantada con los destellos de esa tarde; al verlo no pudo disimular la alegría y el vibrar que le trasmitía, y no supo cómo ni por qué, pero por impulso lo besó.

Ese beso duró hasta el amanecer del día siguiente, cuando yacieron abrazados y se quedaron dormidos. Al despertar, todo aquello había sido ciertamente un sueño del ermitaño, que había pasado la noche en un hostal de la ciudad y ahora estaba decidido a buscarla.

Decidió recorrer los lugares en los que estuvo con ella. En cada uno rememoraba las alegrías y las tristezas. Pensaba en ella, con la que podía ser él mismo y sin reservas: <<¿Por qué se fue?, ¿por qué no estamos juntos?>> Se preguntaba el ermitaño.

Pasaba el tiempo y esas preguntas le seguían pesando tanto como el primer día. Por eso mismo no había sido capaz de despedirse, cuando una mañana, años atrás, se embarcó río abajo en una piragua. Desde esa ocasión la ciudad se convirtió en un lugar sin alma.

Era como una biblioteca con libros vacuos, como el eco gangoso de un vallenato en un parlante viejo. La misa del domingo, sin ella, se le hacía cada vez más insoportable como todo lo demás, de modo que comenzó a posponer sus visitas a la ciudad lo más posible.

Y es que había logrado encontrar en el monte todo lo perdido aquella mañana, como el dulce sabor de sus labios en las moras silvestres; lo revitalizante de sus besos en el agua fresca de la quebrada; el sosiego contagioso de su voz en los cánticos de las aves y su sonrisa en la luna.

Entonces, buscándola después de tanto tiempo, sus pies se afanaron por tomar el camino, por volver a recorrer los recuerdos desparramados por las calles de la ciudad, por sentarse en la plaza y revisar las rutinas de antaño. Sin embargo, algo le hizo querer volver y le pulsó el corazón.

Así que solo esperó la llegada de la tarde y sus nubes, casi doradas, salpicadas por el sol que quiere reclinarse, donde él, dulcemente, siempre la aguardaba. Pero le sorprendió la noche, maldijo a la muerte y regresó a su rancho a soñarla.

Otro día, deambulando en su búsqueda, se encontró con un extranjero que pasaba por allí, el cual al verlo tan abatido, le preguntó el porqué de su tristeza. Al describirle a aquella mujer todo cambió pues este dijo conocer a su amada.

-Conozco a alguien con esa descripción, pero no se llama así- dijo el extranjero que lucía extrañado. -Suele ir al malecón a esta hora, cuando la multitud descansa, los pescadores destapan las primeras botellas y los turistas observamos desde fuera, como en una dimensión extraña-.

Siguió describiéndola: -En sus ojos hay una mirada profunda, siempre viendo el atardecer, como si esperara a alguien o estuviera buscando algo. Siempre callada, pero muy amable, amorosa con los demás y siempre presta a ayudar-.

Aquel ermitaño perdió la razón al saber que su amada se había convertido en una sirena que visitaba el malecón. Ella llegaba al caer la noche para recordar que fue feliz con él y solía alimentarse del recuerdo, aunque sabía que no podía buscar a aquel hombre, porque no podían estar juntos.

Desde que lo había perdido de vista, nunca pudo encontrar el camino de regreso a su casa. Entonces comenzó a deambular y a lamentarse por no haberse quedado con aquel hombre. Y una noche, en medio de su llanto a la orilla del mar, solo pidió poder quedarse allí, atesorando el único recuerdo que conservaba de él.

Fue tan fuerte su deseo que un destello de luz de luna cayó sobre ella y sin imaginar lo que sucedería, sus piernas cambiaron, su cuerpo luchó contra lo inevitable, pero ya no pudo volver a caminar. Desde entonces, convertida en sirena, regresaba al caer la noche al mismo lugar, esperando encontrar a aquel dueño de su corazón, su mirada perdida en el horizonte y su alma dolida.

Pero no perdía la esperanza de volverlo a ver y de soñar junto a él. Deseaba que el día que lo volviera a ver su gran aleta se convirtiera nuevamente en piernas para poder caminar una vez más a su lado. No obstante, se quedaba dormida y recostada sobre las piedras.

Entonces algo inesperado ocurrió mientras dormía; sintió su presencia, era tan real que podía sin miedo decirle todo lo que sentía, todo lo que la atragantaba y no la dejaba continuar.

Esta vez no era un sueño ¡Era real! Su amado estaba a su lado y ambos junto a la orilla del mar. Después de declararse su amor, se dieron un beso inmenso, con mucho más amor que el primero. Tanto así que ella empezó a recobrar sus piernas dejando de ser sirena y caminando junto a él.

Solo bastó ese beso para dejar atrás la vida en el mar y seguir de la mano con su amor.

Final 1
 Tiempo después, contrajo VIH y falleció.

(El extranjero se hizo pasar por el ermitaño, obsesionado por la descripción de la amada como un aliciente para vivir y superar el diagnóstico de VIH que había contraído).

Final 2
 La amada al verlo viejo y ermitaño, se desilusionó y volvió a las profundidades del mar.


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domingo, marzo 17, 2019

Virtualidad incierta.

He llegado a la conclusión que, entre mi mañana y esta tarde,
entre mis escritos y mis silencios o los reclamos y los aciertos,
te he sentido, soñado y amado tantas veces,
que quizás lo demás ya ha dejado de importarme.

Es que la verdad te he amado tantas veces, en tantos ojos,
en tantas caras, sonrisas, miradas, caricias, pieles y palabras;
he vivido tantas luces solitarias convertidas en plácidos arrullos,
he navegado por aguas tan heladas, caminado trochas desoladas.

Te he amado tantas veces, en el profundo silencio de mi sendero,
que hasta llegue a temer en perder amor, destino y pellejo;
te he encontrado esparcida en miles de recuerdos:
en el banco de un café, tras la timidez incauta o de pie ante una estatua.

Te he amado tantas veces, que muchas he creído ya haberte encontrado
y por poco, casi convencido, me he quedado un momento más del necesario;
y es que han sido tantas veces, que ya no extrañaría el que no llegues;
Te he amado como la vida me ha enseñado: sin controles, prejuicios ni temores.

He recorrido tu piel ausente, besado tus labios en almíbar,
masajeado tus pies perseverantes, abrazado tus caderas sonrientes,
consolado tus momentos desolados, con cuerpo y alma,
sin perder la compostura, aunque así en ocasiones lo hayas deseado.

He escrito entre otros: poemas, sonetos y cuentos;
descrito cuartos, caminos, personajes intrigantes y escenas excitantes;
he largado mi imaginación para amarte en cada rincón
y hasta he inventado un mundo de letras donde duermes a tu antojo.

He tomado entre mis brazos la miel de tu amor ausente
y con ella he jurado amarte tan fuerte como pudiese,
hasta donde llegase el camino y el antojado destino compulsivo,
con obstáculos, pero sabiendo cuan satisfechos habremos vivido.

Y si he de seguir amándote así, para nada reprocharé a la vida,
pues he amado el rompecabezas que ha sido encontrarte en esas noches,
acorde al bosquejo que sostengo en penumbras ante la luna
y a la descripción que cada tanto me traían los faunos y las musas.

Te he amado tanto entre mis días, que hoy ya no temería a tu partida.

Así que, si mañana al despertar por fin estás completa a mi costado,
no repares en donde han estado mis manos cuerpo y sueños,
digiere conmigo toda esa vida de encuentros y distancia,
y convirtámoslos en el simple preámbulo de nuestra llegada.

Porque ya habrán sido tantas las veces que te he amado en ausencia,
que no pretendo seguir divagando ya con vos a mi lado.


 Henry. Jr.

martes, febrero 26, 2019

Segunda Respuesta.

En aquel espacio etéreo, laberinto de palabras de cajón, bajo el torbellino de besos discordantes que confunden el placer con el amor, esos que profanan la claridad de la franqueza que esgrimen labios comprometidos con el corazón; ese mismos laberinto iluminado por las ridículas luces de lámparas carburadas por mentiras y desazón, entre ese laberinto he caminado yo, entre esas paredes rimbombantes se postro mi corazón dolido, entre ellas también descanso algunas noches mi pecho abierto y sangrante, bien atendido por labios placenteros aunque insípidos.

Vague por él durante años, camine sin rumbo solo para conocerlo, para aprenderlo. De vez en vez logre avistar placidos paisajes fuera de sus paredes quiméricas y me acerque a ellos para descubrir que muchos, que lucían como salidas, eran tan solo caminos unidireccionales que terminaban dejándome unos pasos más adelante tras un nuevo y enmarañado muro, mientras otros, confesare, solo los perdí de vista por seguir deambulando, por mi afán y mi ánimo de conocer, así como por pensar que solo me volverían a dejar un poco más perdido de lo que andaba.

Pero entre sus paredes también paso lo que no imagine, aun estando perdido entre cuerpos y besos sin sentido, encontré amor, encontré soledades enamoradas de su libertad viciada, que al cruzarse efímeramente con los furtivos rayos de Luna, se perdían en románticos instantes donde al encontrar de ojos, al tocar las cicatrices palpitantes del otro, amaban, amaban sin restricciones y lograban desaparecer de él. Transité tanto aquel lugar, que puntos más o puntos menos me lo aprendí, así salí.

Ahora, caminando por mis días me encuentro entre tus labios la grisácea esencia de aquel lugar, la nociva consigna que apresa un corazón y lo esposa con espinas; palabras que tantas veces escuche entre aquellas paredes auto impuestas pero compartidas, palabras que hoy no repetiría, pues ya no les encuentro causa.

¿Y es que Sabes? En aquel lugar aprendí amar, aprendí a dejarme tocar el alma con una lágrima, a sentir el dolor del amor real (el ajeno y el propio) y no el espejismo que nace de quienes, en su simplicidad y huyendo de la realidad, hicieron que comenzáramos a pagar por el amor y le pusieron reglas y estándares. Aprendí mi apreciada musa, que no ama realmente el que no se entrega, que uno no ama solo con palabras, que no se ama solo con suspiros y caricias ligeras de pasión, mira que encontré la diferencia entre un amor y un romanticismo. 

Por eso hoy creo que sangras cuando olvidas los matices y solo contemplas los extremos. Amantes hay muchos y para todo, sin embargo aún quedamos quienes cantamos al amor, disfrutamos su llegada y le damos un beso profundo a su partida, quienes amamos a plenitud y consecuentemente, no con temores “reales”, tampoco dejamos el amor solo en las manos de cupido, sino que tomamos por nuestras propias manos el cuerpo de nuestros amantes y compartimos en plenitud la pasión y el amor que nos rebosa. Es que mi musa, hay otro tipo de personas, los que amamos en realidad a lo real.


Henry. Ardes.