Había una vez un ermitaño que vivía en lo alto de una montaña, rodeado
de la naturaleza y los animales salvajes. Un día miró alrededor y decidió bajar
a la ciudad.
Por el camino fue pensando en lo que podría encontrar allá y en sobre
qué hablaría con las personas.
A medida que se acercaba, recordó cuando era joven y se enamoró de una
hermosa niña de la ciudad, también, cómo fue rechazado aquella vez. Pero no
sintió rabia, sino la gran expectativa de que el caprichoso destino la volviera
a poner en su camino.
A la vez, aquella niña que ya era una mujer, recordó los hermosos ojos
de color azul del mar, infinitos y gigantes, de aquel joven que la había
pretendido hacía tantos años. Y sintió ganas de quedarse allí contemplando la
inmensidad y el atardecer.
Al llegar el ocaso, se encontró con que él estaba a su lado,
contemplándola, mientras ella estaba encantada con los destellos de esa tarde;
al verlo no pudo disimular la alegría y el vibrar que le trasmitía, y no supo
cómo ni por qué, pero por impulso lo besó.
Ese beso duró hasta el amanecer del día siguiente, cuando yacieron
abrazados y se quedaron dormidos. Al despertar, todo aquello había sido
ciertamente un sueño del ermitaño, que había pasado la noche en un hostal de la
ciudad y ahora estaba decidido a buscarla.
Decidió recorrer los lugares en los que estuvo con ella. En cada uno
rememoraba las alegrías y las tristezas. Pensaba en ella, con la que podía ser
él mismo y sin reservas: <<¿Por qué se fue?, ¿por qué no estamos
juntos?>> Se preguntaba el ermitaño.
Pasaba el tiempo y esas preguntas le seguían pesando tanto como el
primer día. Por eso mismo no había sido capaz de despedirse, cuando una mañana,
años atrás, se embarcó río abajo en una piragua. Desde esa ocasión la ciudad se
convirtió en un lugar sin alma.
Era como una biblioteca con libros vacuos, como el eco gangoso de un
vallenato en un parlante viejo. La misa del domingo, sin ella, se le hacía cada
vez más insoportable como todo lo demás, de modo que comenzó a posponer sus
visitas a la ciudad lo más posible.
Y es que había logrado encontrar en el monte todo lo perdido aquella
mañana, como el dulce sabor de sus labios en las moras silvestres; lo revitalizante
de sus besos en el agua fresca de la quebrada; el sosiego contagioso de su voz
en los cánticos de las aves y su sonrisa en la luna.
Entonces, buscándola después de tanto tiempo, sus pies se afanaron por
tomar el camino, por volver a recorrer los recuerdos desparramados por las
calles de la ciudad, por sentarse en la plaza y revisar las rutinas de antaño.
Sin embargo, algo le hizo querer volver y le pulsó el corazón.
Así que solo esperó la llegada de la tarde y sus nubes, casi doradas,
salpicadas por el sol que quiere reclinarse, donde él, dulcemente, siempre la
aguardaba. Pero le sorprendió la noche, maldijo a la muerte y regresó a su
rancho a soñarla.
Otro día, deambulando en su búsqueda, se encontró con un extranjero que
pasaba por allí, el cual al verlo tan abatido, le preguntó el porqué de su
tristeza. Al describirle a aquella mujer todo cambió pues este dijo conocer a
su amada.
-Conozco a alguien con esa descripción, pero no se llama así- dijo el
extranjero que lucía extrañado. -Suele ir al malecón a esta hora, cuando la
multitud descansa, los pescadores destapan las primeras botellas y los turistas
observamos desde fuera, como en una dimensión extraña-.
Siguió describiéndola: -En sus ojos hay una mirada profunda, siempre
viendo el atardecer, como si esperara a alguien o estuviera buscando algo.
Siempre callada, pero muy amable, amorosa con los demás y siempre presta a
ayudar-.
Aquel ermitaño perdió la razón al saber que su amada se había
convertido en una sirena que visitaba el malecón. Ella llegaba al caer la noche
para recordar que fue feliz con él y solía alimentarse del recuerdo, aunque
sabía que no podía buscar a aquel hombre, porque no podían estar juntos.
Desde que lo había perdido de vista, nunca pudo encontrar el camino de
regreso a su casa. Entonces comenzó a deambular y a lamentarse por no haberse
quedado con aquel hombre. Y una noche, en medio de su llanto a la orilla del
mar, solo pidió poder quedarse allí, atesorando el único recuerdo que
conservaba de él.
Fue tan fuerte su deseo que un destello de luz de luna cayó sobre ella
y sin imaginar lo que sucedería, sus piernas cambiaron, su cuerpo luchó contra
lo inevitable, pero ya no pudo volver a caminar. Desde entonces, convertida en
sirena, regresaba al caer la noche al mismo lugar, esperando encontrar a aquel
dueño de su corazón, su mirada perdida en el horizonte y su alma dolida.
Pero no perdía la esperanza de volverlo a ver y de soñar junto a él.
Deseaba que el día que lo volviera a ver su gran aleta se convirtiera
nuevamente en piernas para poder caminar una vez más a su lado. No obstante, se
quedaba dormida y recostada sobre las piedras.
Entonces algo inesperado ocurrió mientras dormía; sintió su presencia,
era tan real que podía sin miedo decirle todo lo que sentía, todo lo que la
atragantaba y no la dejaba continuar.
Esta vez no era un sueño ¡Era real! Su amado estaba a su lado y ambos
junto a la orilla del mar. Después de declararse su amor, se dieron un beso
inmenso, con mucho más amor que el primero. Tanto así que ella empezó a
recobrar sus piernas dejando de ser sirena y caminando junto a él.
Solo bastó ese beso para dejar atrás la vida en el mar y seguir de la
mano con su amor.
Final 1
Tiempo después, contrajo VIH y falleció.
(El extranjero se hizo pasar por el ermitaño, obsesionado por la
descripción de la amada como un aliciente para vivir y superar el diagnóstico
de VIH que había contraído).
Final 2
La amada al verlo viejo y ermitaño, se desilusionó y volvió a las
profundidades del mar.
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