Hay
momentos en los que se muere lentamente sin remedio, esperando que tal vez,
pasados los minutos o los sueños, se encuentre, dentro o fuera, un elixir que
aligere el trajín a la mañana, ese salvoconducto que evada las más oscuras
decisiones.
Entonces
se aferra uno a ellos, al más ínfimo de los momentos, de los estados, de las
sensaciones: un beso, una mirada, la textura de una espalda desnuda, la humedad
de una vagina trémula, la calidez de una respiración a tu costado, hasta un
adiós bien dado.
Pero
hay noches en que nada cruza por el manto pardo que protege la ventana, noches
que pasan estériles y longevas, noches austeras en exceso que canibalizan la
memoria en vez de disfrutarla, que arrancan susurros gélidos que van rasgando a
girones el alma.
Y
en esas noches se acentúan los momentos, se sangra por dentro en la soledad
latente de nuestro ser y se cruza un abismo ante nuestros pies, una siniestra,
pero a la vez apacible invitación, que algunas veces suena tentadora y hasta
excitante.
Hoy
tal vez termine siendo una de esas noches, o tal vez llegue la majestuosa
gracia de mi orisha a bañarme con un arrullo; o quizás, Morfeo se adelante y
con una fiel estocada, me atrape y arrastre con él, y de alguna de estas
formas, evadir esta intransigente necesidad de ausencia que suele desvelarme.
¿La
inconformidad del ser?...
Puede
ser...
Henry.