viernes, febrero 12, 2021

Cuando arranque la rumba.

Me encontraba sentado pensando que escribirles esta vez, cuando en el mix que sonaba en youtube arrancó ‘Tiempo pa’matar’, melodía que siempre me trae desde el baúl de los recuerdos, historias de esas cuando vivía el barrio, de cuando nos parchábamos en el muro de la esquina o en el rancho de alguno a charlar, escuchar música, tomar algo suave o esperando a que todos llegaran pa’irnos de rumba pa’lgún lado.
 
Me encontraba entre los catorce y los quince años cuando comencé lo que se podría denominar como ‘mi rebeldía’ (aunque este pecho fue más bien juicioso), la calle era el nuevo mundo que se me antojaba conocer y la rumba, esa jugosa y tentadora dama que se me presentaba con aroma de son, bolero y salsa, desde mi niñez; se contoneaba ahora frente a mis ojos cada ocho días, a mi alcance, ahí, a ‘pepicuarta’. Atrás habían quedado las fiestas de niños, las pequeñas rumbas en la casa de alguno de mis amigos o compañeros de colegio por su cumpleaños; ya era un adolescente con ganas de salir, rumbear y enamorarse al ritmo de una buena melodía.
 
Fue justo en esa época que empecé a volarme a los agüélulos, aquellas rumbas que distaban en buena parte de las actividades que en principio le dieron origen al término, lugares donde mi padre, tíos y tías, se pegaron sus primeras bailadas, pero que sin duda habían sido la base de estas rumbas a las que comenzaba a ir: reuniones en una casa, donde se limpiaba una sala, o algún salón comunal, donde se ponían par columnas conectadas a un equipo de sonido modular con consola, se cobraba entre una y cinco lukas la entrada y se ponía melodía de la buena, guateque y una tandita de ‘tecno’, ‘trasn’ y lo que asumo era champeta; eso sí, había que entrar su propio trago, porque allá no siempre vendían.
 
La rumba en esos lugares era sabrosa, se bailaba toda la noche, siempre había con quien, ya fuera del parche o no, eso sí, pa’sacar a bailar no bastaba la pinta, se tenía que mostrar que se hacía bien (aplicaba pa’mujeres y hombres); creo que de esa rumba viene mi costumbre de no sentarme en toda la noche cuando salgo a bailar, pues tampoco había sillas ni nada similar. Recuerdo que por entonces andaba sonando fuerte la salsa romántica, pero no solo la de alcoba, venia otra con más golpe, con un tinte particular, más movido. En esa época visioné más allá de Niche, el Gran Combo, Lebron, la Fania y sus artistas, conocí a la Mulenze, Pedro Conga, Willie Rosario, La Ponceña, El combo del ayer y los cantantes que habían sido éxito con todos ellos en su momento y ahora iban por su lado con lo suyo, solo por nombrar algunos. Y era que desde la noche de viernes se entraba en previa, ya fuera en casa de alguno de los parceros o en el parche del muro, donde nos reuníamos con alguna grabadora o un radio, escuchando las emisoras que entonces eran de buena salsa, lo viejo y lo nuevo. En esos ratos se aprovechaba pa’practicar algún paso nuevo y pulirse, fue en aquella época que aprendí a mover los pies a esa velocidad tan típica de nosotros los caleños; también, servían pa’poner al pelo al parcero que apenas estaba aprendiendo.
 
Entonces llegaba el sábado. Con el pasar de esos años, mi rutina ya era predecible en casa: a eso de las seis de la tarde comenzaba el proceso, se dejaba lo que se estuviera haciendo, si era visita, también, todos pa’la casa, a buscar comida, arreglar la pinta, obviamente todo a ritmo de música. En mi caso, me case con un tema que aun hoy día suelo poner cuando me dispongo a irme de rumba, ‘El mulato’: “Vo’a aponerme mi traje de seda, mis zapatos ya voy a brillar, vo’a coger mi sombrero de paja y pa'l pueblo me voy a vacilar…”. Y es que fuera la rumba que fuera, siempre había que ir pinchao, elegante y en mi caso, siempre de camisa y perfumao. Finalmente, se salía a las ocho, a parchar o de visita y sobre las diez era hora de al parche llegar.
 
Por ese entonces recuerdo que sonaban mucho las rumbas de ‘Ñiño’, un personaje que se especializó en montar rumbas de estas y sí que era bueno en ello; aunque no lo ocultaré, eran calentura y no solo por tener una melodía de lujo que lo ponía a uno a bailar sin descanso, también porque por esa misma razón, solía ser un lugar donde llegábamos todos: el gomelo, el parcero, el calmado, el bandido relajado y el bandido calentao. Al menos un par de veces nos tocó salir a media rumba, pero bueno, en ese entonces pensábamos que por la bailada el susto se aguantaba.
 
Esas, junto a las rumbas de ‘Campo’, siempre fueron las fijas, las que sí o si iban a estar disponibles por más desparchado que se anduviera, la rumba de barrio popular, la misma que a su manera bailaron mis mayores, esa donde nos bañábamos con salsa y que nos dejaba euforia suficiente, pa’que, de regreso a casa, le pusiéramos armonía a las calles de los barrios mientras caminábamos tarareando el tema de moda a ritmo de clave, dejando de a uno en uno en cada casa, hasta que finalmente llegaba a la mía, donde muchas veces encontraba a mi hermano y tío, que también llegaban de lo suyo.
 
Pero no crean que la rumba cerraba necesariamente el domingo a la madrugada, no mi gente, los domingos, sí se podía, se empataba con otras de otro tono e igual de sabrosas, pero esas se las cuento en la próxima.

Ardes. Henry.

De donde viene la salsa de este bailador.

Siempre he pensado que una historia debe tener un contexto, una época, lugar y pensamiento que acune su nacimiento y por eso quiero en esta primera publicación, contarles un poco del contexto que reviste las historias que les traeré en este espacio, vainas que salen de la experiencia propia, de las charlas de la calle y de la rumba, por su puesto. Algo de ficción y realidad.

Les cuento que lo mío es la música, varios géneros, no solo la salsa, pero si algo está claro pa’mí y quienes me conocen, es que no importa lo que escuche hoy o mañana, siempre lo elemental, lo fundamental, lo vital, esa esencia que revitaliza mi espíritu, será la salsa, con ella me alivio y respiro, me curo, como diría Ismael.

Nacido en un hogar vallecaucano promedio, soy la segunda generación de caleños en ambas familias, siendo pues, así como este ritmo que nos reúne, producto de una mixtura de razas y sabores de esta patria. Desde siempre en mi casa no faltó la música, por eso resulté teniendo buen oído y no solo para los géneros que danzan alrededor de la cultura de la salsa. Sin embargo, la noción de melómano como tal, no creo que sea la que me define, o a los integrantes de mi familia. No le damos tanta relevancia a esa precisión rigurosa que caracteriza a un melómano o coleccionista, aunque obviamente, sabemos lo que hay que saber y nos arruga la cara ver como confunden un Héctor con un Marc, o un Boscan con un Ruiz y así. Por ende, no, lo de la familia fue el baile, la rumba, salir al rumbiadero, el “aguelulo”, el balneario o cualquier lugar donde se pudiera bailar y llegar amanecido, habiendo expulsado todo lo que no sirviera, con los pies cansados, pero eso sí, en la más placida relajación, después de haber azotado baldosa con la mejor melodía.

De niño, crecí entre salsa, son, baladas, boleros, rumba, guaracha, porros y cumbias; en las fiestas familiares, bailando con las tías y las amigas de la familia, se fue agarrando oído y ritmo. Más adelante, cuando llegó la adolescencia, otro fue el sentir, la salsa romántica predominaba, pero las raíces del guateque seguían ahí. Del parche era el que bailaba, y varias veces el gancho pa’entrar a los parches de nenas en las “minitekas” o las fiestas de casa. Aprendí a desarrollar el arte de bailar y echar el cuento al tiempo, sin cruzar los cables, ni pisar a la pareja, aprender los tiempos, las pausas, los silencios y los momentos exactos donde se debe, sin presión, hacer que la pareja se deje pasear al ritmo e intensión del momento, un cobao, un amacice, un contoneo sabroseado.

Fue en esta época que conocí la calle, las rumbas que le siguieron al aguelulo, la fiesta de barrio, la calentura, la dinámica de la rumba, donde todos caían: los sanos, los pausados, los aletas y los bandidos; todos a purgar con rumba y a hacer levante. También fue la época donde conocí las “viejotecas”. E igualmente y hasta bien entrada la universidad, por supuesto, la rumba “crossover “. Sin embargo, ya en la Universidad entro una rumba más pausada, otra forma de sentir la salsa, de vivirla, espacios más sanos, donde sin dejar de sudar, se contempló a fondo el ritmo y sus raíces. Y como tristemente es real, la vida agitada de nuestra ciudad y sus dinámicas, me llevaron a alejarme de las buenas y grandes discotecas, por temor físico. Pero se hallaron otros lugares, espacios sanos que, si bien no eran la rumba que conocía, del aleteo bailando, eran sumamente agradables, un Zaperoco, un Tintindeo, Taberna latina y así, espacios donde la salsa es cultura, donde la rumba es cultura, donde bailar es sagrado, mis templos.

Dicho esto, puedo decirles que ciertamente no soy melómano, considero, entre lo que conocí, que el soye del melómano esta en sentarse principalmente a oír, detallar la cadencia de la música, identificar las voces y conocer las historias detrás de cada tema, cantante y agrupación, todo aquello que, aunque disfruto leer y oír, realmente no es mi pasión. Pero el bailador, el rumbero, que para mí es aquel cuyo objetivo es sentir la música posesionándose de su cuerpo, es sudar, es sentir cansancio, pero ser incapaz de parar de bailar, es no sentarse en toda la noche, porque la música suena, porque el tambor lo llama; ese, bueno, ese yo soy, un rumbero, un bailador, tal vez no el mejor, pero sí de los buenos, de los que son.

Es así mi gente, que, desde esta realidad, pretendo traerles historias de uno de los géneros más relevantes para esta ciudad que vive entre el rio y la cordillera, un género con el que uno se cura la vida, con el que se pasan tusas, se enamora, se divierten y algunos hasta nos conectamos con nuestra espiritualidad. Espero se la gocen tanto leyendo como yo escribiéndoles, hasta la próxima.

Ardes. Henry.