Emprendí temprano mi caminata, escoltado por un sol, que a pesar de
estar algo esquivo tras una gruesa nube de mayo, pretendía adherirse a mi piel mientras
calcinaba mi camisa. La marcha iba ajustada al cronograma para esa noche, el
cual navegaba por una corrientosa masa de ideas ajenas y de acento extranjero...
…“en esta puta ciudad”... ¡mmm!...
Estas calles se me han vuelto el catalizador
para lidiar con mis decisiones agresivas y parcas, más responsables que
emotivas, aunque una que otra vez viceversa; he aprendido a tomarlas como profundas cicatrices palpitantes de esta
ciudad, una de agónicos renaceres tras las candentes noches, llenas de
lánguidos transeúntes y miles de historias, tal vez irrelevantes. Estas mismas
calles que se calientan al paso de las primeras horas del día, se han
convertido quizás en una extensión de mis zapatos, donde he podido compartir a
diario, malestares anímicos, tristezas, soledades, afanes, en fin.
Sin embargo el mismo afán que me motivaba a continuar caminando hoy,
era el que me volvía agónico cada paso, la ansiedad de castigar a mi conciencia
con la indiferencia, continuar transgrediendo las condiciones por el afán de
cada piel, por caprichosas cumbres irrumpiendo el panorama llano, ávidas de ser
conquistadas por mis exploradores sin importar la iliquidez de nuestros
corazones insolventes, pues ni siquiera para sí mismos tenían suficiente, solo
restados a compartir su carne. Ese fue el afán que me llevo de nuevo a las
calles, a intentar calmarlo paso a paso en el tramo de ciudad que se me hacía
cada vez más corto y tan solo cuando compartía su aliento el tiempo se me hacía
tan breve. Irrumpió entonces un sendo aguacero y la lluvia lavo parte de mi
afán y en último recurso, para no ahogarme en este torrente de ansiedad que se
me avecinaba, comencé a exprimir un cigarro mientras escampaba.
Habían sido cinco meses de aniquilar nuestras ganas, fusilándolas con
la sensatez de las palabras sabias del adulto interior, de esa conciencia
racional y práctica, semanas de devorarnos los cigarrillos simulando nuestros
cuerpos, mientras las miradas se enfrentaban y detallaban como el humo exhalado
consumaba nuestra imaginación, confundiéndose con el del otro; ya no había más,
era demasiado y esas voces de acento extranjero que murmuraban a mi oído no
ayudaba, ni Soda, ni Calamaro, ni Sabina, cada canción era una oda a la
imposibilidad de sernos.
Constantemente el paisaje intentaba darme rutas de escape, mientras
experimentaba con esa escasa capacidad de resistir mis impulsos, calculando su
potencial de eficiencia para enfriar el más mínimo sentimiento; y aparecían buses
para regresar o para apresurar el viaje y la agonía, cabinas para evitar su
presencia y eludir el deber con una simple llamada, ríos encausados por las calles
de San Fernando que imposibilitaban el paso, pero también siempre estaba la
opción de continuar y en ultimas fue lo que hice. La lluvia estuvo oportuna
para refrescar mi camino, y distrajo algo mi pensar.
Al fin, después de un par de horas y algunas vueltas a la cuadra,
arribe a la puerta, rogué al timbre que susurrase su nombre para que nadie más
en la casa se diera cuenta de mi llegada, en caso de no estar sola; y como un
acto divino de la providencia de Murphy, que al parecer hoy se había olvidado
de mi existencia, ella abrió la puerta, sin que tuviese que hundir el botón, su
rostro afanado dejo escapar una bocanada para saludarme y con un movimiento de
cabeza me dejo pasar; el cigarro que llevaba me antojo de ahogarme con uno
propio, pero ya no era tiempo de otro juego de flirteo inescrupuloso y al
cierre de la puerta su voz se pronunció sutilmente, casi imperceptible:
“abrazame y devorame, olvidate quien soy”; pero como seria de difícil, si justo
eso, lo que ella era, lo que me hacía más indigno de mis sentimientos, la convertía
en ese elemento que sentía más propio que mi cuerpo, entendí nuestra soledad,
tanto en la casa como la nuestra. De las palabras se pasó a las caricias y de
ellas se pasó a la quietud total de nuestros cuerpos, a la más absoluta quietud
... se hizo y ya... una... otra... y otra...
Con la desnudez y lo que ello acarrea, la ansiedad aumento, era una
adicción, ahora más que el cuerpo deseaba el alma, pelearme con el que fuese
para poseerla, se me metió su existencia por todos los posibles lugares, el
sabor de su piel, el olor de su pelvis, la textura de la cumbre de sus senos,
la suavidad de su vientre, la espesura de su sangre, que se mostró quizás como
un tributo o sacrificio a algún dios perverso que degustaba la lujuria de
nuestro existir ajeno, una pertenencia ausente de nuestras manos, pero no ansié
su amor, como ella no ansió el mío. Cuando racionalice la inexistencia de
nuestros sentimientos, calcule entonces la idoneidad de nuestros encuentro,
habíamos hallado la solución perfecta, la puerta oculta que desembocaba en el
laberinto del castillo, la salida. La espera involuntaria había venido a ser
conveniente y en la mirada vibrante, por su aliento jadeante, sé que ella
también lo había entendido, no sé si ahora o desde antes, pero lo entendía, así
que nos desgarramos la culpa y cuanto entrometido sentir se nos quisiera
interponer y nos poseímos hasta casi necesitar un exorcista para liberarnos del
otro, hasta que los cuerpos se quedaron rezagados tras el libido del espíritu.
Nos vestimos a tientas entre murmullos y la culpa, que intentaba
fallidamente volver, nos despedimos con las voces tibias, trémulas y agotadas, con
un trago de satisfacción que marco la retirada del campo baldío que sellaba un
adiós inconforme, o más bien un siempre, que manchaba el paso por la ruta
odiosa de un capricho, de la fe de un paseo casual y seguramente sin repaso. A hurtadillas salí de la casa, sin un beso ni más
palabras y comencé mi peregrinar sin rumbo hasta encontrar una cerveza que me
serenara. Era definitivo que las calles me gustan más de noche, con las luces y
la complicidad noctámbula que cubría mi sendero, al lado del cual en cada
semáforo, en los vehículos, observaba los rostros a desfallecer que dejaba la
caduca jornada, devorados por la rutina, resaltando mi pecaminoso bienestar y
yo con esta sonrisa satisfecha en mi rostro.
Acentuando la noche, de los cerros descendía una niebla suave y la
llovizna que no había cesado, tarareaba en la visera de mi gorra, al compás de
mis pasos, hasta que me encontré frente a la inseparable cerveza en la que
zambullí mi sed, mi triunfante y complacida sed, que no volvería a ser causada
por su piel ni su aliento. La imagen que hasta el momento era permanente, de su
placer desbordado por sus gestos, se me fue resolviendo poco a poco, trago a
trago, la ansiedad menguo y el sabor de su piel se fue con el amargo de la
cerveza y el dulzón del tabaco del peche. Fue divertido el contexto de inquietud,
culpa, irresponsabilidad y engaño, un juego hasta cierto punto sádico, que se
perpetuaría por unos días más hasta su partida al exterior, hasta que no hubo más
que la distancia para separarnos, pues no pudimos encontrar algo más que fuese
capaz o quizás no queríamos hallarlo.
Y la adversidad de ser descubiertos en nuestro fraude sentimental,
ausente en ese instante, al paso de días se encontró manifestada en los brazos
de otra amante, que desprendió de mí la sed de una ausencia pasional, de labios,
cuerpo y sentir. La jugada del Morphy fue imprevista, se dedicó a acecharme y
hacerme víctima del vicio que encontré en su piel, un vicio penetrante y
arrasador, al final no se había olvidado de mí, simplemente me había postergado
para cobrármelas más caro.
Henry