Extraño el rincón de tus
labios, aquel que exponías intencionalmente al estrechar nuestras mejillas en
un saludo que se creía inocente, ese que solías usar para hacerme sentir la
placida llegada de tus deseos, un método altamente efectivo (debo confesarlo),
que desencadenaba un caudal incontenible...
También extraño la oscuridad
que rodeaba el universo aquel donde yacían nuestras ansias de poseernos, donde
conjurábamos todo lo pensado, lo soñado o ambicionado; aquel único espacio en
el que habitaba para mi tu cuerpo expuesto y pleno, donde promulgabas esa
invitación no verbal a dejarme poseer en cuerpo y espíritu, a dejarme ir, a
someter la razón a mis deseos, a mi deseo por ti…
Encontrar tus muslos en
ángulo perfecto para que, sin mucha fricción, el vuelo de tu saya se deslizase
lentamente, sin tan siquiera tener que tocarla. Descubrir con mis labios el
cálido pulsar de tus sangre febril que se aceleraba por tus piernas, la textura
de tu piel que se iba poco a poco erizando al paso de mi respiración; y llegar
ahí, a encontrarme con la plenitud de tu sexo, bañado en deseo, dispuesto a ser
consumido por mis ganas de vos, de saborearte.
Recuerdo como en ocasiones
ese recorrido parecía eterno y como ello te hacia mirarme con desespero, con
una mirada bañada en placer y que a su vez parecía gritarme que me diera prisa,
que llegara pronto, que arribara a probarte, a saciarme en aquel manantial. Es
difícil de olvidar como se comenzaban a contraer tus músculos al paso de mi
labios por los tuyos, y que gloria sentirte contorsionar cuando liberaba mi
lengua para que jugara a mi antojo.
Era enloquecedor verte y
oírte; encontrar tus manos buscando desaforadamente a qué aferrarse, tomando mi
cabeza, la almohada, tus senos; en ese momento jugaba a tomarlas, a hacerlas
guiar a las mías por tu abdomen, que ya a esa altura posaba desnudo, para
después soltarlas y dejarlas solas buscando de nuevo qué tomar, qué agarrar,
todo aquello armonizado por el fino sonido de tu placer, una armonía de
suspiros, gemidos y susurros a la oscuridad.
Pero aquello, aquello no
era nada comparado al momento en que te aproximabas al pináculo, al fin, cuando
ibas llegando y tu cuerpo se sincronizaba, tus pies se deslizaban por mi
costado, tu pelvis se pronunciaba hacia mi rostro, arqueando tu espalda, como
buscando que estuviera más y más cerca, más y más dentro, tus dedos
ensortijados en mi cabello y esa exhalación, si, esa fuerte, placida y completa
exhalación que entregabas seguida de una sonrisa pícara y tu mirada de
satisfacción.
Extraño cada exacto
momento del tiempo en que me hiciste motivo de tu goce, en que correspondías a
esto con el placer más pleno, sin ni un solo recato; es tan vivido el recuerdo,
que aun ahora siento el sabor, siento aquellos movimientos y parece revivir
aquel instante idóneo de nuestra intermitente historia.
Henry. Ardes.